Hace algunos años, recibí una carta que llamó especialmente mi atención: se trataba de un hombre uruguayo que sufría de agorafobia y llevaba cinco años sin salir de su casa. Pintor, soltero, con una caligrafía impecable, me contaba sobre sus cuadros y la música que le gustaba escuchar en su viejo aparato de radio.
Conmovida con esa vida de aislamiento, le pedí a “China” Zorrilla –que viaja con frecuencia a su Montevideo natal– que me hiciera el favor de llevarle una carta mía junto a un equipo de música nuevo y moderno.
Tiempo después, nos invitaron a hacer el programa desde Uruguay. Llegamos con todo el equipo después del mediodía. Nos recibió el personal del hotel y unos pocos periodistas locales, realmente había muy poca gente, y yo agradecí que la recepción fuera tranquila y discreta.
Fui directo a la habitación con mi asistente y mi maquillador a arreglar todo para la noche. Estábamos abriendo la puerta y sonó el teléfono. Era el hermano de aquel pintor uruguayo que llamaba para trasmitirme el siguiente mensaje: “Dice mi hermano que está tan agradecido con Susana, que si ella lo recibe, él se anima a intentar salir para ir a verla”. Imagínense mi sorpresa. Agarré el tubo y pedí hablar con él. Traté de alentarlo todo lo que pude, le dije que lo esperaba, que se animara. Me prometió intentarlo, lo escuché convencido.
Pedí que llamaran a la recepción y explicaran la situación para que, si lograba llegar, lo acompañaran inmediatamente hasta mi habitación. El día siguió. Llegaron los invitados, hicimos pruebas de cámara, me maquillé y me vestí. Antes de salir al aire, pedí que llamaran a su casa, pero no contestaba nadie. “¡Qué lastima –pensé–, hubiera sido bueno para él!”.
Con el paso de las horas, el hotel se fue llenando de gente y, aunque estábamos en el octavo piso, el ruido y las voces se escuchaban cada vez más fuertes. Para las 9 de la noche, hora en la que el programa estaba terminando, el lugar era un absoluto infierno, y la situación se había tornado casi peligrosa.
Los pasillos de todos los pisos se encontraban llenos de gente y en el hall de la planta baja era tal el tumulto, que tuvieron que abrir las puertas para evitar un desborde. La única forma segura de bajar era por el ascensor de servicio.
Por ahí me guió la gente de seguridad, pero al llegar a la planta baja, indefectiblemente tuvimos que atravesar el hall central. Como si fuera un recital de rock, me llevaron casi en el aire desde un extremo hasta el otro, y cuando íbamos por la mitad del trayecto, entre los alaridos, distinguí una voz que gritaba: “¡Susana! ¡Susana! Soy yo. Llegue. ¡Vine! Lo conseguí”.
A lo lejos, logré divisar a un hombre de unos treinta y pico, de saco blanco de lino, con pañuelo y camisa celeste, impecable. Enseguida, me di cuenta de que se trataba del pintor y le pedí a los custodios que le permitieran llegar donde estaba yo. Con mucho esfuerzo, nos tocamos la punta de los dedos, pero fue sólo un instante, porque la ola humana nos separó sin que pudiéramos impedirlo. Por suerte, vi que sonreía y me pareció que más allá de todo, estaba contento.
Durante las horas que siguieron, llamamos a su casa varias veces para certificar cómo había terminado su periplo. Recién a la medianoche atendió su hermano, habían llegado bien, recorriendo las calles con la espalda pegada a las paredes, paso por paso, respirando profundo, con paciencia, pero felices por el logro.
Nunca más supe de mi amigo el pintor, pero siempre me acuerdo de él, de su determinación y de ese instante de película en el que, a medida que me sacaban del lugar, nos mirábamos los dos entre tristes y tentados por lo insólito de la situación.
“Vení tranquilo, hay poca gente en el hotel, nadie te molestará”, le dije yo por teléfono. Y el pobre se encontró con toda una ciudad apiñada en 20 metros cuadrados. Dicen que lo que no te mata, te fortalece. ¡Ojalá que esta aventura lo haya curado!
Conmovida con esa vida de aislamiento, le pedí a “China” Zorrilla –que viaja con frecuencia a su Montevideo natal– que me hiciera el favor de llevarle una carta mía junto a un equipo de música nuevo y moderno.
Tiempo después, nos invitaron a hacer el programa desde Uruguay. Llegamos con todo el equipo después del mediodía. Nos recibió el personal del hotel y unos pocos periodistas locales, realmente había muy poca gente, y yo agradecí que la recepción fuera tranquila y discreta.
Fui directo a la habitación con mi asistente y mi maquillador a arreglar todo para la noche. Estábamos abriendo la puerta y sonó el teléfono. Era el hermano de aquel pintor uruguayo que llamaba para trasmitirme el siguiente mensaje: “Dice mi hermano que está tan agradecido con Susana, que si ella lo recibe, él se anima a intentar salir para ir a verla”. Imagínense mi sorpresa. Agarré el tubo y pedí hablar con él. Traté de alentarlo todo lo que pude, le dije que lo esperaba, que se animara. Me prometió intentarlo, lo escuché convencido.
Pedí que llamaran a la recepción y explicaran la situación para que, si lograba llegar, lo acompañaran inmediatamente hasta mi habitación. El día siguió. Llegaron los invitados, hicimos pruebas de cámara, me maquillé y me vestí. Antes de salir al aire, pedí que llamaran a su casa, pero no contestaba nadie. “¡Qué lastima –pensé–, hubiera sido bueno para él!”.
Con el paso de las horas, el hotel se fue llenando de gente y, aunque estábamos en el octavo piso, el ruido y las voces se escuchaban cada vez más fuertes. Para las 9 de la noche, hora en la que el programa estaba terminando, el lugar era un absoluto infierno, y la situación se había tornado casi peligrosa.
Los pasillos de todos los pisos se encontraban llenos de gente y en el hall de la planta baja era tal el tumulto, que tuvieron que abrir las puertas para evitar un desborde. La única forma segura de bajar era por el ascensor de servicio.
Por ahí me guió la gente de seguridad, pero al llegar a la planta baja, indefectiblemente tuvimos que atravesar el hall central. Como si fuera un recital de rock, me llevaron casi en el aire desde un extremo hasta el otro, y cuando íbamos por la mitad del trayecto, entre los alaridos, distinguí una voz que gritaba: “¡Susana! ¡Susana! Soy yo. Llegue. ¡Vine! Lo conseguí”.
A lo lejos, logré divisar a un hombre de unos treinta y pico, de saco blanco de lino, con pañuelo y camisa celeste, impecable. Enseguida, me di cuenta de que se trataba del pintor y le pedí a los custodios que le permitieran llegar donde estaba yo. Con mucho esfuerzo, nos tocamos la punta de los dedos, pero fue sólo un instante, porque la ola humana nos separó sin que pudiéramos impedirlo. Por suerte, vi que sonreía y me pareció que más allá de todo, estaba contento.
Durante las horas que siguieron, llamamos a su casa varias veces para certificar cómo había terminado su periplo. Recién a la medianoche atendió su hermano, habían llegado bien, recorriendo las calles con la espalda pegada a las paredes, paso por paso, respirando profundo, con paciencia, pero felices por el logro.
Nunca más supe de mi amigo el pintor, pero siempre me acuerdo de él, de su determinación y de ese instante de película en el que, a medida que me sacaban del lugar, nos mirábamos los dos entre tristes y tentados por lo insólito de la situación.
“Vení tranquilo, hay poca gente en el hotel, nadie te molestará”, le dije yo por teléfono. Y el pobre se encontró con toda una ciudad apiñada en 20 metros cuadrados. Dicen que lo que no te mata, te fortalece. ¡Ojalá que esta aventura lo haya curado!
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