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domingo, 1 de noviembre de 2009

"Nada", nota de Osvaldo Bazán


El niño homosexual está en guerra. No sabe todavía que es homosexual. Ni que está en guerra. También desconoce las causas de ambos hechos. Sin embargo, nació en guerra. Maldición, la de haber sido parido en territorio enemigo.

El niño judío sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres judíos le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de por qué esta noche no es como todas las noches y le cuentan de aquella vez que hubieron de salir corriendo y el pan no se levó. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá, el niño judío, que no está solo.

El niño negro sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres negros le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de la cuna de la humanidad, de un barco, una guerra. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá que no está solo.

El niño homosexual sufre la estupidez del mundo y ni se le ocurre hablar con sus padres. Supone que se van a enojar. Él no sabe por qué, pero se van a enojar. Y para sus padres, lo peor, es creer que su hijo no es como ellos.

Se enfrentará con algunas tonteras el niño homosexual. Será parte de una minoría con la cual, las relaciones que han establecido las mayorías han sido, generalmente, de crueldad. Las mayorías heterosexuales se han creído, a lo largo de los siglos, moralmente superiores y por lo tanto, con derecho a decidir cómo tienen que vivir todos los demás. La homosexualidad –en realidad, todas las sexualidades no reproductivas– fueron pecado para las religiones, fueron enfermedad para la ciencia y fueron delito para el derecho y los Estados. El poder no nos ha querido nunca.

El niño homosexual, sólo por haber nacido homosexual, sólo por haber sido parido en territorio enemigo, está en guerra con la religión, con la ciencia y con el Estado. ¿Cómo podría enfrentar un niño una lucha tan desigual? ¿Con qué armas? ¿Dónde está el adulto que lo escuche?

Con el tiempo, la ciencia que un día había decretado que la homosexualidad era una enfermedad, con la misma ligereza, decretó otro día que no lo era. No pidió perdón, pero por un decreto afirmó que éramos enfermos, y por otro, que ya no lo éramos.

Fue la primera de las tres fuerzas que reconoció el error. No, perdón no pidieron.

Ahora algunos señores representativos de la sociedad argentina 2009 deberán decidir sobre qué piensa hacer el Estado con estas minorías. Una posibilidad cierta sería matarnos a todos, hacerse cargo de la superioridad moral que se vienen atribuyendo y dejar un mundo binario; ir contra la naturaleza –que es variada y multisexual– y decidir que lo único que tiene derecho a existir es el hombre y la mujer, llamándole hombre a todo el que nació con pito y mujer a todo el que nació con chochi y listo. Y que necesariamente deben enamorarse entre sí para procrear. Podrían agregar un inciso en donde se elimine también a todos los estériles. El matrimonio, para esta posibilidad en donde sólo es un extensión legal para la procreación, se extinguiría apenas hombre o mujer ya no puedan cumplir su función reproductora. Allí, podrían ser eliminados también.

Otra posibilidad es que todo siga como hasta ahora. Que las mayorías heterosexuales no se hagan cargo de que nos imponen a todos los demás cómo debemos vivir. Que sigan disimulando que nuestras uniones le reportan al Estado los días de trabajo que no nos tomamos por unirnos; que las obras sociales nos cobren como solteros; que debemos pedir los créditos como solteros; que no tenemos asegurada la herencia después de haber vivido toda una vida con la persona que elegimos; ni siquiera la posibilidad de acompañarlo en la terapia intensiva. La posibilidad, si todo sigue como hasta ahora, es que nos digan “ustedes tienen los mismos derechos que nosotros a ser heterosexuales” , frase que oculta una verdad: no nos dan derecho a ser homosexuales. ¿Por qué no tenemos ese derecho? Porque somos minoría.

El matrimonio es una institución civil de la que se apropió la Santa Iglesia Católica y la convirtió en sacramento. Indisoluble. Monogámico. Y sagrado. En eso estamos de acuerdo. La Santa Iglesia Católica miente cuando dice que el matrimonio es “Lo que Dios ha unido”. El matrimonio es un sacramento indisoluble, monogámico y sagrado desde que así lo consagró el IV Concilio de Letrán, de 1215. Sus autores fueron hombres reunidos con fines políticos y económicos concretos, quienes interpretaron y monopolizaron la palabra de Dios a su antojo y necesidad. Que el matrimonio heterosexual y monogámico fuera definido como sagrado instauró una primacía que excluyó cualquier otro tipo de relación. De allí a la hoguera había un solo paso y no tardó nada la Santa Iglesia Católica en darlo. Es tan grande el malentendido que nadie explica cómo durante doce siglos de catolicismo nadie habló de esa unión conocida como matrimonio como algo sagrado. Es cierto que cuando se tratan estos temas, muchos ciudadanos armados de sentido común pregonan: no se puede criticar con los conocimientos y en el contexto de hoy lo que hicieron esos hombres en 1215. Es un error académico garrafal hacerlo. Nada parece más sensato. Si por un milagro uno de esos lobbystas de 1215 llegase a vislumbrar el mundo contemporáneo no viviría más de cinco minutos. Moriría de un susto de tan cambiado que está todo. Ahora bien, si es tan de sentido común, tan lógico no poder criticar hoy el pensamiento de hace ochocientos años ¿cómo se les ocurre que podemos vivir de acuerdo con una ideología pensada para la vida cotidiana de hace ochocientos años? En todo caso, los lobbystas del IV Concilio de Letrán aseguraron también que el matrimonio era indisoluble. Hemos podido comprobar que no lo es. Y Dios no dejó de ser Dios por eso.

A comienzos del siglo IV, el emperador Constantino proclamó al cristianismo como religión estatal del Imperio Romano, lo cual obligaba a todos los ciudadanos a cumplir con los preceptos católicos. Al convertir la ley canónica en legislación civil para toda Europa, la conducta sexual, que Grecia y Roma no habían reglamentado por pertenecer a la esfera de los derechos privados, pasaba a ser regulada por las autoridades civiles y eclesiásticas. En el siglo IV comenzaba a morir la libertad individual.

Ha pasado suficiente tiempo. Ha sufrido mucha gente.

Hoy tenemos la obligación de pensar todo otra vez.

“¿Entonces si mañana alguien quiere que el casamiento sea entre tres personas, hay que aceptarlo?”. Si el casamiento entre tres personas fuese común en la sociedad, como son las relaciones homosexuales, si hubiese miles de personas que dependiesen de que se legislase sobre eso, si hubiese marchas y pedidos, quizás debería pensarse. Pero al menos por ahora, no parece que ocurra. Ni aquí ni en ningún lugar del mundo.

“Mañana se van a querer casar con un delfín, y va a haber que aceptarlo?”. Nadie quiere casarse con delfines, pensar que nuestras relaciones son como enamorarse de un delfín habla más de quien lo piensa que de nosotros.

“Hay temas más importantes, es un pedido progre de clase media”. La homosexualidad cruza verticalmente las clases sociales. Y como en todo, los más pobres son los más desprotegidos. Y los pobres homosexuales están un poco peor que los pobres heterosexuales. Y las travestis pobres están peor que todos.

“Si todos fuesen homosexuales, se termina la humanidad”. Ninguno de nosotros quiere que la homosexualidad sea obligatoria. Sólo algunos heterosexuales quieren que la heterosexualidad sea obligatoria. Y no les sale. Queremos un mundo variado porque de la naturaleza nacimos todos.

Quizás el niño homosexual sea tu hijo. O tu futuro hijo. O tu nieto. O vos. O quizás no. No importa. Lo importante para todos es que el niño homosexual no tiene por qué sufrir porque vos te creas normal. Lo normal es que el mundo es maravillosamente variado y cada uno es valioso, porque es diferente a todos, y es diferente a todos, porque es igual a todos.

La mala noticia para los que insisten en vivir en el pasado, es que el casamiento homosexual ya existe hace años. Sólo falta que el Estado lo reconozca. Peleamos por ese reconocimiento. Cuando se despejen los prejuicios, los odios, la crueldad y la mentira se descubrirá finalmente la verdad que dos mil años de ocultamiento no pudieron tapar: la homosexualidad no es nada.

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