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miércoles, 18 de noviembre de 2009

Orgullo y Prejuicio - Notas sobre los acontecimientos públicos (y personales) que se dieron en los últimos días


de Nico Sorrivas
Estoy delante de la computadora. Con la hoja del Word abierta y blanca. Sin saber cómo comenzar esta nota. Sin saber qué palabras utilizar para no herir sentimientos ajenos pero, sobre todas las cosas, para poder expresar sinceramente cómo me siento hoy. Apenas doy algunos teclazos y la hoja comienza a llenarse con palabras, con mis palabras.

Ayer por la mañana, ocupando un lugar en la extensa fila del Pago Fácil de la vuelta de mi casa, tuve la oportunidad de ver, en vivo y en directo, por Crónica TV, como Alejandro Freyre y su actual pareja, José María Di Bello, se acercaban a un registro civil pidiendo una fecha para legalizar su matrimonio. Luego del fallo de la Justicia de la Ciudad de Buenos Aires este parecía el paso más oportuno. Enseguida, dos señores se miraron con complicidad y expresaron en voz alta: “Esto ya es cualquiera”. Mi cabeza estalló en una profunda rabia. Estábamos presenciando un momento clave para la historia jurídica de la Ciudad y ellos, impunes, clavaban sus alfileres sobre la pompa de jabón que había sobre mi cabeza. Ayer por la mañana, ocupando un lugar en la extensa fila del Pago Fácil de la vuelta de mi casa, tuve muchísimas ganas de expresarme… pero me quedé callado.

Hoy por la noche, sentado cómodamente frente a mi computadora, me encontré ante una situación similar. Pero ya no puedo callarme. Ya no.

Entro a Facebook. Tengo una nueva solicitud de amistad: un viejo amigo de la infancia, al que no veo hace tiempo, con el que compartí más de diez años de juegos y aventuras pero con el que, llegado el momento de crecer, tomamos caminos diferentes, muy diferentes. Primero espío sus fotos, algunas poses, varias sonrisas cómplices. Entonces, me detengo en su muro, en una nota publicada por él, aparentemente tan inocente como la que estoy escribiendo. El título de la nota rezaba: "Declaración sobre el fallo que autoriza el matrimonio entre personas de un mismo sexo". Inocente, me atreví a la lectura del artículo cuya firma pertenecía, nada más y nada menos que, al cardenal Jorge Bergoglio. A esta altura sabrán cuál es el camino que yo NO tomé.

Tras la lectura, ya no sentía rabia sino dolor y cada una de las imágenes de mi infancia se incendiaron lenta y penosamente como las fotos sobre el fuego en las películas. “Afirmar la heterosexualidad del matrimonio no es discriminar, sino partir de una nota objetiva que es su presupuesto”. Tras la lectura, por primera vez desde mi salida del armario sentí orgullo (no como sinónimo de soberbia, sino antónimo de vergüenza) de ser quien soy.

En su intricada búsqueda por la verdad a través de la palabra, el cardenal acudía a su basta Wikipedia, para conocer el origen del término matrimonio. Así, los romanos le narraban que la palabra “matrimonium” se vinculaba al derecho de toda mujer a tener hijos reconocidos expresamente en el seno de la legalidad. Nada más y nada menos. Los mismos romanos que pagaban sus “salarios” con verdadera sal.

Vale la pena aclarar que, bajo la restrictiva nota, había un liberal comentario (gracias a Dios, Internet es la reina de la diversidad) que ojalá nadie elimine: “Las instituciones jurídicas no son esclavas de las palabras que las designan, o la historia detendría su curso en las páginas de un viejo diccionario”. Gracias a Dios, o al Hombre, al Destino, o a quien/que sea, los tiempos cambian. ¡Los tiempos cambian!

Si pudiéramos detenernos, tan solo por un minuto, y mirar a nuestro alrededor veríamos como todo se ha modificado: vivimos a las corridas tratando de no atropellarnos los unos con los otros, nos hipercomunicamos a través de aparatos cada vez más pequeños, utilizamos la Web para expresarnos cuando tenemos a nuestro alcance una marcha para hacerlo (adonde hay gente como nosotros, con nuestros mismos miedos, con nuestros mismos deseos).

Sin embargo, cuando el día termina y llegamos a nuestro hogar, lo único que nos interesa es desprendernos de nuestros zapatos (o zapatillas) y arrojarnos sobre un sillón a ver televisión. En paz. Algunos afortunados hasta lo pueden hacer al lado de la persona a la que aman, con la que están pensando construir un futuro (en tiempos donde el presente ha forjado su propio monopolio). Ellxs (sin ningún tipo de distinción) se hacen llamar FAMILIA. Y no hay poder en el mundo que pueda contra ese AMOR NATURAL.

Orgullo y prejuicio han convivido desde mucho tiempo antes de la publicación de la novela de Jane Austen. Sin embargo, hoy, ambas palabras, parecen tomar significados bien diferentes (y eso es lo bello de las letras). Orgullo significa valor para ser uno mismo, enfrentarse a los molinos de viento aunque te crean demente, dar una muestra de amor y concretar ese amor delante de amigos y familiares que lo vieron forjarse. Prejuicio es intolerancia, es dolor, es miedo, es aquel recuerdo que busca esconderse en lo más profundo de la conciencia porque el disfraz que hoy llevamos parece quedarnos mejor.

Hoy, por primera vez, sentí verdadero orgullo gay. Y quise expresarlo en esta nota.

Seamos tolerantes.

Por cierto, "tolerae" también viene del latín y significa sostener, soportar. Acaso no es aquello que un joven carpintero hizo por la humanidad cuando llevó cuesta arriba una cruz sobre sus hombros.

Si es tan difícil modificar aquello que pensamos será, seguramente, un poco más difícil tolerar aquello que los otros piensan. Difícil, en ningún diccionario, es sinónimo de imposible.

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