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domingo, 23 de noviembre de 2008

Mitos y realidades en vivir como pareja gay

En medio de las dificultades para construir una relación de pareja en esta época, muchos logran saltar los obstáculos y dan a luz en conjunto uno de estos seres envidiados por muchos: “un matrimonio”.

Todo empieza paso a paso, aunque uno quisiera que fuera más rápido. Pasan un par de días luego de un levante acertado y el hombre ya tiene cepillo de dientes en la casa de quien tiene mayor libertad para hospedarlo. Ese levante acertado incluye el gusto físico y la afinidad en la cama, sin dejar fuera las coincidencias a nivel personal, y la aceptación y celebración de su posición socio cultural. También el encaje gradual en el grupo de amigos, y hasta coincidencias en planes futuros, que suelen plantearse prematuramente pero que hacen parte del romanticismo. En otras palabras, ese levante exitoso nos hace sentir que el fulano pasó las primeras pruebas.

Por esos días, los dos quisieran dormir juntos y compartir la mayor cantidad de tiempo. Hablan varias veces al día y durante el fin de semana pueden satisfacer a granel al necesidad tan intensa del Otro.

Durante esta etapa, si el enamoramiento se da al 100%, nada parece molestarnos de ese nuevo personaje: el espacio es suficiente, sus cosas le caben en el closet, y no importa modificar la distribución de las mías para darle lugar a una que otra mudita de ropa que el invitado trae consigo.
Cocinan juntos, se acuestan felices, al amanecer disfrutan del sexo sin lavarse los dientes, y hasta las acciones propias de todo mortal pasan a ser familiares. Lo único incómodo de estos días es saber que el otro se va en algún momento para su casa, y que uno se queda a solas con su soledad de toda la vida.

La relación madura un poco y con el tiempo llegan los conocidos paseos o salidas de amigos. Dependiendo de la posibilidad económica de cada caso, pueden incluir acampar, ir a la playa o incluso, movimientos al otro lado del océano… ¡Qué suerte tienen algunos!

Durante estos viajes los involucrados en la relación sienten que son un matrimonio, y si el rayón es profundo -como en casi todos los casos, incluyéndome- , se sienten repitiendo la historia de sus padres cuando iban de paseo, sólo que sin niños.

“Yo te llevo tu maleta, tú llevas la mía, ¿trajiste todo? Mi vida, ¿dónde está el enjuague bucal? No se te olvide empacar la ropa sucia”. - ¡Qué frases más lindas! -“Que el desayuno para los señores de la habitación 501. Los de la 501 también van al paseo por la isla, somos dos para la foto”, en fin, ya no estamos solos, pensamos ahora en plural, decimos “nosotros”.

De alguna forma sentimos que pertenecemos a alguien, y que alguien nos pertenece, que somos manada. No importa que suene enfermo y que el psicólogo nos regañe por aquello del “apego”.
Estamos felices porque hemos trascendido del ligue en el baño de la disco, estamos un paso adelante de la mirada en la calle que finalmente nos llevó a conocernos, o vencimos los pronósticos del amigo que nos presentó buscando que lográramos una historia bonita.

Ese paseo es una prueba escepcional, un espacio donde se mide la capacidad de adaptación en conjunto. Donde se sabe si el otro nos soporta un poco más que en las condiciones de visita. En esos paseos o todo se acaba, o llegan más casados que nunca.

Es más, cuando se llega del paseo, es casi doloroso separarse, saber que cada uno irá a su casa. Sería mejor llegar a casita juntos, poner la ropa sucia en la lavadora, y pasar las fotos a la computadora para así recordar que tan felices fueron en esos tres días, o si el bolsillo dio para más, esa semana de derroche.

Es momento de vivir juntos
Pasan los meses, y el fulano ya se ha quedado en casa. En algunos casos los dos están de acuerdo en que el momento de mudarse juntos ha llegado, otras veces hay uno más escéptico, pero en fin, se lanzan al ruedo: toca entregar las llaves de la casa de uno de los dos, o compartir algunas de un lugar que juntos han conseguido. Esa parece ser una frase simple pero encierra mucho.

De un lado supone una compañía constante y deliciosa. Una experiencia nueva, y un sentido de
comunidad que nos hace sentir en familia de nuevo.

Pero además, al “entregar las llaves” parecen irse varias cosas: la libertad, el espacio, la comodidad en la cama, la posibilidad de estar solo, y hasta la emoción de ver al otro llegando de visita… ¿Cómo olerá hoy, cómo se verá?, ¿qué me pongo para sorprenderlo? .

Se va también la posibilidad de decirle al otro que se le extraña, y a veces, hasta la pasión se desvanece porque la cotidianidad pasa una cuenta de cobro muy alta.

Se que muchos saltarán a refutar estas afirmaciones, pero como en otras ocasiones, es sólo una postura subjetiva que tiene nombre propio. Y de hecho, no desconozco que la convivencia tiene ciertas cosas positivas, pero las negativas ganan la partida.

Prosigo… La libertad es un bien que no puede cederse, y que debe cuidarse con valor. Sentarse en la cama a leer, o dejar la luz prendida hasta muy tarde para revisar documentos, dormir atravesado, escribir, y hasta cocinar o no, pueden ser placeres que se diluyen compartiendo todo el tiempo con la pareja.

Y es el tiempo en soledad lo que nos hace únicos, e incluso más productivos, porque la soledad es también caldo de cultivo para la creatividad. En ese tiempo es que construimos algo para mostrarle al otro, y compartirlo con él. Puede que en medio de tanto apapache nos olvidemos de que somos uno.

Aunque desde el principio se fijen reglas del tan mentado “respeto del espacio”, es casi imposible –desde mi óptica- respetar el espacio de otro cuando se vive en un apartamento de 50 metros cuadrados. Típicos lugares impuestos por la modernidad, en donde al hacer un paneo por el espacio se puede apreciar que ese otro que antes era visitante, hoy ocupa todos los rincones de la casa que antes me pertenecía.
Si antes eran ocho pares de zapatos ahora serán dieciséis, el closet no es suficiente. El televisor se convierte en un punto de discordia. Dejar los platos para lavar hasta mañana o guardar cuidadosamente la ropa luego de quitársela en la noche en lugar de tirarla por ahí, pueden ser otros aspectos que generen mínimas diferencias que con el tiempo llenan la copa de la paciencia.

¿Por qué?
Porque traemos una larga historia a cuestas; aunque no queramos aceptarlo todos tenemos mañas o costumbres que esperamos sean respetadas.
Y qué decir de las actividades que generalmente se hacen en solitario: repetirse una película, leer un buen libro, reflexionar sobre lo que sucedió en el día… eso de a dos no se puede hacer tan fácil.

¿Y la pasión?, ¿dónde queda la magia de la sorpresa?
Bienaventurados aquellos que siguen viendo con extremo deseo ese cuerpo que reposa de día y de noche junto al propio. Que también puede terminar pareciendo un elemento más que pasa desapercibido como sucede con unos zapatos que usamos a diario.
Todo termina siendo una tarea en común, propia de compinches: el ejercicio, la depilada, el bronceo, la mascarilla para que me sienta más suave, los truquillos que encantaban al otro y que antes no se revelaban… ahora nada parece pertenecerle sólo a uno.

No podemos negar que al estar juntos compartiéndolo todo tendemos a convertirnos en buenos compañeros de apartamento que llevan una lista de actividades y números que al final del mes se dividen en dos… Ya ni una invitadita a comer como detalle o celebración, porque todo ahora hace parte del fondo común.

¿Cómo ser pareja en medio de un contrato de convivencia donde los números y las reglas parecen ser protagonistas? ¿Cómo no agotarse con tanta presencia del otro, o para ser más exactos, con tanta omnipresencia?

Seguramente quienes trabajan demasiado, viajan a menudo, o tienen una gran extensión como casa logran olvidarse por momentos de que el otro parece ser una sombra que les persigue de día y de noche. Quizás en esas condiciones especiales las cosas vayan bien.

Por mi parte –y mientras viva en un espacio tan pequeño- prefiero que él tenga su casa y yo la mía, que me extrañe y que añore estar conmigo al siguiente día, y no terminar empalagándolo como manzana cubierta por melado dulce, típica de parque de diversiones.

Prefiero esperarlo, quedarme sólo con su recuerdo por algunas horas y disfrutar del silencio, la soledad y los cuestionamientos que surgen en esas circunstancias tan especiales. Prefiero no entregar las llaves, sólo compartirme de a poquitos, no quiero acabar desdibujado.
Y nuevamente, quienes logran convivir plenamente con éxito, qué bueno, algunos fracasamos en el intento, será en una próxima ocasión.
Fuente: Vladimir Charry

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