Más que la temática gay, que a estas alturas sólo puede escandalizar a un público en exceso ignorante, el principal problema para que El Cielo Dividido obtenga el reconocimiento que merece es la ausencia de una narración convenciona
Por: Marco González Ambriz
Julián Hernández se toma su tiempo para echar a andar el relato. Durante más de treinta minutos vemos el romance casi perfecto entre Gerardo y Jonás, sólo ensombrecido por la forma en que este último permite que sea Gerardo quien tome el mando, como accediendo a sus deseos sin sentirse atraído con la misma intensidad. Sólo cuando Jonás atisba la posibilidad de en amor apasionado tras un breve encuentro en un antro, con el primer indicio de que la relación está condenada, hace su aparición el título de la película. A partir de entonces los actores, la sobresaliente fotografía de Alejandro Cantú y todos los elementos sonoros de la cinta se ponen al servicio de un estado de ánimo que durante casi dos horas se mantiene girando sobre sí mismo, examinando una y otra vez lo sucedido para encontrar una forma de enmendar errores, hasta que la salida que se había mantenido latente todo ese tiempo se hace evidente y la película reencuentra su inicial estado de gracia.
Más que la temática gay, que a estas alturas sólo puede escandalizar a un público en exceso ignorante, el principal problema para que El Cielo Dividido obtenga el reconocimiento que merece es la ausencia de una narración convencional y el lánguido tempo que Julián Hernández le impone a su cinta. Hay una falta de diálogos tan terca como bienvenida, evitando las palabras que no alcanzan a expresar lo que los personajes sienten y que con facilidad pueden adquirir la falacia del melodrama, Hernández prefiere que sean las miradas y el lenguaje corporal los que enuncien la vida interior de sus personajes. En manos de un director menos hábil esto sería una invitación al desastre, un mero ejercicio narcisista que nunca llega a comunicarse con el espectador. Varios críticos anglosajones se han quejado de esto, aunque me parece que su molestia se debe a la exagerada importancia que en esa parte del mundo se le da a la eficacia narrativa. Para una persona dispuesta a aceptar la propuesta de Hernández creo que no puede haber duda de que se está frente a una gran película.
Sería muy fácil para el director suponer que al disponer de protagonistas homosexuales ya no es necesario preocuparse por el acabado formal de la cinta. Muchos toman esto como pretexto para filmar sus relatos de cualquier manera, con fotografía deslavada, nula atención al diseño de producción y una banda sonora donde se acomodan unas cuantas canciones de rock alternativo sin importar el efecto que tengan en cada escena. Otra salida fácil es detenerse en la discriminación de que es objeto la comunidad gay para escudarse tras la denuncia, aunque las buenas intenciones con frecuencia no alcancen a disimular la desnudez del trabajo. En cambio, Julián Hernández se compromete con lo que quiere decir y con la forma en la que quiere decirlo, asumiendo con disciplina la decisión de narrar exclusivamente a partir de imágenes. Si el narrador en ocasiones parece gratuito esto se revela como una buena decisión en su última intervención, una especie de epílogo al amor de Gerardo y Jonás.
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